Con el brazo derecho del hombre coloca la palma de su mano casi exactamente encima del corazón. Por lo menos, la parte superior del escudo que porta un gladiador en su camiseta, el remo del futbolista que ―en Copa del Mundo― representa no sólo a su país, sino a toda una cultura. Así se vio la imagen de Franz Beckenbauer en el sonar del silbatazo con el inicio de su eternidad; no es el pecado final de una vida, si se comprende con lágrimas que Beckenbauer salta sobre el bastón impalpable donde se reencuentra con Pelé, Cruyff, Maradona y DiStefano, porque el otrora ideal de varias generaciones, ya jugaba solo en memoria o en las nubes.
Porque nadie puede decirlo: la metáfora del brazo del hombre proviene de una época en blanco y negro. De blanco y de negro jugaron por la Selección Nacional de Alemania en el Mundial de México ’70. Era la época del toro pesado, los negros de mano sostenidos sobre una esfera blanca y, aunque la comida de todas las canciones mexicanas parecía más verde que todos los verdes del mundo, la mayoría de las fiestas se transmitían en televisores negros y negros. blanco hasta explotar la jungla psicodélica de la samba verde brasileña. Pero el hombre vivió una jornada increíble en la que el uniforme blanquinegro de Alemania (en aquel entonces llamado Occidental, a diferencia del mal llamado Demócrata del Este) se reunió en el inmenso Coliseo del Estadio Azteca azul, muy azul de la Selección Azul Italiana.
Italia, Alemania, Brasil e Inglaterra (vigentes campeones), alejadas no tan pequeñas de la grandeza de Perú, Uruguay y un país que entonces se llamaba Checoslovaquia, resaltaron la posibilidad ecuménica de que todos fueran dignos aspirantes a conquistar la Copa Jules Rimet de aquella época. . El riesgo de las semifinales y el crucigrama de los goles que zarandeaban los rojos del año o de los goles que no dieron (tres de Pelé que se dieron en el sueño: perdón de Gordon Banks con contundente cabezazo, cañonazo de la mayoría (de la canción mediática de la distancia que recorrió un puente en Praga y de la pierna de mil pies con la que bizco al portero uruguayo Mazurkiewicz) determinaron qué día era cuando la camiseta azul de Italia debía enfrentarse a los blanquinegros de Alemania el el interminable césped verde del Estadio Azteca con un árbitro mexicano vestido de negro y con gorra japonesa.
Esperaba llegar a estos años de edad. La ilusión de la gloria de una de las mejores selecciones de México se escuchó en la Bombonera de Toluca, tierra del chorizo con cuatro pimientos italianos cubiertos con la camiseta azul atados al torso como si fueran actores de Cinecittà y Brasil. Parece que bailar el jarabe tapatío con sombrero carioca de charro cuando se ampliaba el tiempo reglamentario y los tiempos suplementarios en el Estadio Azteca lo que desde ese momento quedó congelado como “El partido del siglo” entre Italia y Alemania.
Este juego fue un ejemplo del ir y venir, del vaivén, de la ida y de la mirada que polariza la masa en grado o, bueno, en equilibrio con el gusto del verdadero entusiasta que saborea en equilibrio una coreografía indeterminada donde Cualquiera de las dos tripulaciones mera ovación y respeto absoluto con asombro: al Boninsegna y al calvo de Uwe Seller, a los medios al tobillo del travieso Gerd Müller y a la caballerosidad de Gianni Riva… el balón que parecía rodar al ritmo de la rotación de la Tierra y el alto césped o comida grande y verde como el manto de un billar… los sombreros de paja en las plateas y el inmenso monstruo rugiendo en aceites mucho antes de la invención de la Ola en este mismo estadio en el otro Mundo Copa en México.
Rápidamente, un guerrero herido sube y el mundo entero lo observa volteándose hacia la cancha con su brazo dislocado, vendiendo su brazo izquierdo por lo que colocó su mano sobre el escudo del futbolero alemán, país que en dos décadas pareció resurgir de el vergonzoso culpa a los horrores de una guerra sin precedentes, al polvo de sus ciudades devastadas y a las sombras más negras que el blanco y el negro de una mente inmensa que pretendió involucrar a la humanidad durante millones de años. El país equívocamente hipnotizado con el brazo derecho extendido pasó a ser representado dignamente por un joven que seguía en lucha y hacia adelante, pero con el mismo brazo pegado al pecho.
La mano en el corazón y el joven de cabellos erizados se alzaban desenfrenados al son de la canción donde intentaban hacerle daño y en la saliva teutónica parecían pronunciar raras palabras dulces en ese lenguaje que sólo parecía robado en las películas y tenía un carácter pastoral. Ecos de Beethoven en el campo alegre con el canto, como Pastoral para Elisa, la romántica, y las dulces aguas del río torrente que pasa al lado de una catedral gótica donde los restos de los Reyes Magos lucen en una urna de oro y la espuma de la cabeza como adorno de flores en pantalones cortos de corazón rizado y camisas bustier de trenzas de rubí, y las maderas de los tesoros y toda la obra de Goethe y Franz Beckenbauer con la mano en el corazón, dividiendo la partida como el que tira los dados de la gloria… la derrota final contra la Italia azul que de allí pasó a jugar la Final contra Brasil.
Cuatro años después de perder ante Italia, el capitán Beckenbauer alcanzó el nuevo Mundial en su tierra natal y así Beckenbauer como Káiser del Bayern Munich, luego jugador del Cosmos de Nueva York dando vueltas alrededor de Pelé, más de mil goles para desfigurar el juego, sin antes tratando de imponer la popularidad de un deporte que se juega desde el cinturón de abajo, con las tartas y ―excepto los porteros― prohibidos de las manos en Los Estados Unidos de Américatan de deportes del torso, brazo y manos.
Beckenbauer, funcional y directivo, con trajes inmaculados y con canas en los rizos siempre, entrenador con gafas de aviador y en el centro de las polémicas financieras, no siempre ha sido el ejemplo de trabajo y tesón del joven con un brazo pegado a las ventas. ; el número 5 de una época ya casi olvidada donde los números marcaban una posición en la cancha en la que se había transformado en un líbero total, el caballero de la zona defensiva que vivía en todo el campo y anclado en prados verdes o nevados con la elegante trigonometría para filtrar globos en el espacio, cortar vectores y tangentes con poca precisión y barreras, o incluso la velocidad de alguien parece correr mejor que nadie con la vista levantada, con la mirada puesta en el horizonte más prometedor del Universo, todo lo que anida. Está envuelto en un vestido rojo usado para la época, y el silencio absoluto está sobre el ala como le llama a Thor, y todo, absolutamente todo, si queda como espejismo en la niebla en blanco y negro donde un niño no aplaude, ni siquiera saluda al ídolo con la mano descansa sobre el corazón.
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